El testigo de la noche
Las noches en la tasca estaban colmadas de humo de cigarrillo y tabaco, luces tenues, música de ambiente y mucha algarabía. Hombres solteros o despechados se reunían en la barra, mientras empresarios y ejecutivos ocupaban otras mesas. Alguno que otro casanova acechaba.
Yo, como siempre, llevaba una camisa blanca de manga larga abierta hasta el tercer botón, un saco de combinación, un bluyín, un par de mocasines algo desgastados y mis lentes oscuros. Solitario en mi mesa, observaba el ambiente.
Su bebida favorita era un cóctel Manhattan, rojo intenso como sus labios, servido en una copa de Martini muy fría y adornada con una guinda que comía provocativamente al terminar el trago. Él prefería los caballitos de vodka fría, que tomaba de un golpe y sin pensarlo, tronando con fuerza el vaso contra la mesa al acabar, junto a sus amigos.
El barman era experto en despachar güisquis, cervezas y cócteles destornilladores. Su virtud era saber qué y cómo le gustaba beber a cada uno de sus clientes. Pocas veces se le veía bebiendo algo diferente a agua muy fría; ocasionalmente, un shot de grappa al final de la madrugada.
En mi mesa nunca faltaba un buen ron nacional, destilado de solera, ámbar rojizo, aromático con matices de madera, puro y frío. Lo bebía de sorbo en sorbo, distrayéndome de mis tormentos y permitiéndome ver y detallar a todos los presentes: quiénes eran, qué hacían y qué tomaban. En definitiva, un vigía de la noche, un testigo de lo efímero.
Aquella noche del diecinueve de marzo algo había cambiado. Hubo un intercambio de miradas y de sonrisas. Él caminó desbordando masculinidad con un güisqui en la mano. Ella lo veía por el rabillo del ojo y sobre su hombro ligeramente levantado, mostrando un falso desinterés con media sonrisa mientras aspiraba su cigarrillo.
Desde su mesa, un par de amigos lo aupaban con sus tragos en alto. El encuentro era inevitable. A simple vista, parecía que él iba a ser uno más de la lista de pretendientes despachados.
Al llegar a su lugar, él separó una silla y se sentó junto a ella. Echó el torso hacia adelante, apoyó su codo contra la mesa y, con su otra mano, tocó sus yuntas. Ella giró su cuerpo hacia él y, con una ceja levantada, lo inspeccionó. Tomó un sorbo de güisqui y le dio la espalda.
La guerra estaba declarada. Él le arrebató el cigarrillo, tomó su mano y, con un gesto firme y elegante, la besó en el dorso, ella sonrió. Se había declarado una tregua. En señal de triunfo y a modo de soborno, él pidió una ronda de tragos para ella y sus amigas. Brindaron y entablaron una conversación con algunos chistes y muchos halagos. Él se pavoneaba e insistía en llevársela a solas. Las amigas la animaron a irse con él. Finalmente, se levantaron y se fueron a otra mesa juntos.
Sus amigos estallaron en algarabía, celebrando la victoria de uno de la manada. Sus amigas susurraban y reían entre ellas. Yo tomé un sorbo más de mi ron.
Luego de un rato de flirteos, ella comenzó a reír y él, divertido, bajó la guardia. Adiós a las poses, adiós al galanteo. A partir de ese momento, solo hubo una pareja disfrutando abiertamente uno del otro. Llegó la madrugada y en un instante ya no estaban.
Pasaron unas semanas y la escena siempre era la misma: la tasca, inmutable, con humo de cigarro y tabaco, música de fondo, luces tenues. El joven de la barra, silente, servía los tragos y escuchaba las tragedias amorosas de los despechados y los infieles descubiertos.
Desde mi rincón, siempre incógnito, con mis mocasines desgastados, mi camisa abierta y mis lentes oscuros, observaba. Sin ellos, la noche había perdido la chispa. Mi rutina casi no cambiaba. Llegaba a la tasca, tomaba un ron y esperaba que ellos o alguno de ellos estuviese allí, pero era en vano. Salía de ahí y me enfilaba a caminar.
El bulevar, con sus callejones oscuros, albergaba algún que otro perro hurgando en la basura, un borrachito en el rincón un poco dormido, un poco muerto. Las luces de los postes, las que medianamente funcionaban, titilaban a punto de apagarse. En una esquina, un grupo de reinas nocturnas con maquillajes exagerados y poca ropa muy ceñida, generalmente un corsé de encaje negro o rojo, se movían de una esquina a otra, de un carro a la acera, sin mirar atrás.
Un poco más de un año después, el veinticuatro de junio, yo estaba camino a la tasca y la vi fuera de un edificio. Me detuve. Serían las nueve de la noche. Me senté en uno de los bancos del bulevar, saqué un cigarro y comencé a fumar. Ella estaba esperando a alguien; supongo que era a él. La espera fue larga. De pronto, lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas, marcando el paso de los segundos en la noche. Al cabo de un par de horas, con el maquillaje corrido y la esperanza por el suelo, se devolvió al edificio. La chispa de mi noche había vuelto.
Sabiendo por dónde pasaba, mis caminatas hacia la tasca tomaron una nueva ruta. Me sentaba en el mismo banco, me fumaba un cigarro y seguía mi camino.
Otra noche la volví a ver, muy elegante, con su cabellera abundante, zapatos de tacón alto y labial rojo. Él llegaba tarde, al parecer era lo habitual. Se veían discutiendo, se sentían alejados. Los seguí por un par de cuadras. Ella insistía en tomarlo de la mano, él, después de un instante, se la soltaba para fumar un cigarrillo. Ella, evidentemente enamorada, paciente e insistente, volvía a tomar su mano. Él, siempre que podía, buscaba una excusa para zafarse.
Comenzaron a caer algunas gotas, la noche chispeaba. Yo, como pude, me tapé con un cartón viejo. Ella, en una onda falsamente romántica, lo tomó del brazo y apoyó la cabeza en su hombro. Él, un poco resignado y en una onda más diferente, dejó que ella lo hiciera.
La lluvia empezaba a arreciar. Me detuve debajo de una parada de autobús. Ellos siguieron su rumbo hasta perderse en la oscuridad de la noche húmeda. La chispa de esa noche se había apagado.
El treinta y uno de julio fue él quien llegó, extrañamente desarreglado, quizás un poco borracho. Gritaba su nombre muy en voz alta. Parecía que ella no lo esperaba. Después de un rato y uno que otro grito de vecinos hartos, ella, aun poco extrañada y un poco frustrada, se asomó por el balcón, cabello humedo, bata blanca, descalza y a medio maquillar, se preparaba para salír, al parecer no era con él. Al cabo de cinco minutos, ella bajó y le abrió la puerta. Él, con un ademán de desprecio, entró y la dejó parada en la puerta.
Yo veía impasible desde el banco del bulevar. Casi terminando mi cigarro, suspiré, nada pintaba bien, la discusión se filtraba por las puertas del balcón, en sus gritos se alcanzaba escuchaban a escuchar reclamos sin sentido. Ella lloraba, él, celoso de nada y de todo, la culpaba porque, en sus delirios hetílicos, lo estaba engañando. Acabeé mi cigarro y me fuí.
No supe nada de ellos durante semañanas, cada noche que pasaba caminando por ahi, el balcón estaba a oscuras, la luz que solía filtrarse a través de suspuertas estaba ausente, la baranda de hierro, alguna vez brillante, estaba cubierta de polvo. Se había marchado.
Doce de septiembre, la noche estaba fría. El escenario se tornó aún más sombrío. En la puerta del edificio, dos policías interrogaban a los presentes, el área estaba acordonada. Las luces rojas y amarillas de una ambulancia estacionada a unos metros iluminaban a un par de paramédicos que empujaban una camilla con una bolsa negra que contenía el cuerpo sin alma. Un vacío se apoderó de mí, como si un abismo se hubiera abierto en mi interior, dejándome con una ausencia claramente palpable. Me fui; el mundo parecía desdibujarse, y el ruido del mundo exterior se desvanecía en un murmullo lejano. Para terminar la noche, en la otra esquina, él estaba impecable, como siempre, pero esta vez, paralizado, llorando y abrazando un ramo de rosas rojas, inconsolable.
Trece de septiembre, 8 de la noche. Tomé un periódico del cesto de basura, lo puse bajo el brazo y seguí caminando hacia la tasca. Al llegar, me senté en la mesa de siempre y pedí un rón y encendí mi cigarro. Abrí el periodico en la sección de sucesos.
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