La Persecución
En
el corazón de la ciudad, cuando el bullicio diurno comienza a menguar, se alza
un modesto apartamento olvidado por el tiempo. La luz se filtra a través de una
ventana apenas entreabierta, revelando el caos ordenado de recortes
amarillentos, cafés fríos, colillas de cigarros y retazos de historias
impresas. Este refugio de papel y memoria se convierte en el santuario donde un
periodista solitario se sumerge en la penumbra de la noche.
Rodeado
de su vieja máquina de escribir y un pequeño televisor que murmura noticias de
un mundo que se rehúsa a ser descubierto, él traza líneas en el papel con una
determinación casi obsesiva. Cada palabra se transforma en un grito silencioso
contra una corrupción que, como un veneno, corroe el alma de la ciudad. En ese
espacio íntimo, las paredes, marcadas por años de tinta y humo, guardan
secretos en cada grieta, como si la misma conciencia se hubiese refugiado en
esos pliegues para no ser olvidada.
La transición hacia lo profundo no solo se
siente la pila de recortes pegados en las paredes, tirados en el escritorio,
guardados en las gavetas o, incluso, encerrados en las cajas debajo de su cama,
sino también en el interior de su alma. Cada noticia subrayada, cada
titular olvidado, es un eco que resuena en la penumbra de sus pensamientos,
revelando fragmentos de una verdad que se esconde tras la fachada del poder y la
indiferencia. El murmullo distante de la ciudad se entrelaza con el
Tac-tac-tac... ¡DING! de la máquina de escribir, componiendo una sinfonía de
desesperanza y rebelión que desafía el silencio impuesto por un sistema manchado.
A
medida que la noche se adueña del horizonte, la lucha interna del periodista se
intensifica. Sus pasos se sienten como el recorrido de un laberinto emocional,
donde la presión de su conciencia crece, persiguiéndolo como una sombra
ineludible, recordándole que su búsqueda no es solo una misión profesional,
sino una cruzada personal.
Entre
sus archivos polvorientos y recortes amarillentos, cada fragmento parece cobrar
vida. Los titulares, cargados de promesas y mentiras, se convierten en símbolos
de un orden opaco, reflejo de una corrupción sistemática. En este ambiente de
silencios y recuerdos, el periodista siente cómo la dualidad de su mundo –la
apariencia diurna y la oscura realidad nocturna– se funde en una sola.
Y
es en ese preciso instante, cuando la tensión alcanza su punto álgido, que la
búsqueda interna toma un giro definitivo. En un cajón olvidado, entre montones
de notas dispersas y archivos desgastados, encuentra una vieja cinta de casete.
Al reproducirla, se oye la voz temblorosa pero firme de un alto funcionario
policial, ordenando sin rodeos el encubrimiento del brutal asesinato de tres
estudiantes universitarios, víctimas de un exceso policial en un punto de
control no autorizado de la Policía de Investigaciones Judiciales, ubicado en
un populoso barrio de la ciudad.
Cada
palabra, cada detalle, se incrusta en su mente como un clavo que fija la
realidad. El peso de la verdad es insoportable, una revelación que no
solo confirma sus sospechas, sino que las amplifica, revelando un entramado de
corrupción y encubrimiento que se extiende mucho más allá de lo que imaginaba.
La grabación se convierte en el detonante de su conflicto interno, la prueba
irrefutable de que la verdad ha sido enterrada bajo capas de silencio y
mentiras.
Ese
hallazgo, tan íntimo como el eco de una conciencia perdida, lo sacude en lo más
profundo, haciendo tambalear sus convicciones. La búsqueda de la verdad, que
había sido una silenciosa rebelión, se transforma ahora en una persecución
implacable contra las sombras que la quieren silenciar.
Mientras el periodista asimila la magnitud de lo descubierto, el apartamento se llena de una luz tenue que parece anunciar el inicio de una cacería contra el poder. En ese instante, en la soledad de su refugio, cada recorte, cada grano de polvo, se revela como parte de un mismo entramado: la lucha por la consciencia, oculta tras la apariencia de una ciudad que juega a ser impecable de día y se desviste en la oscuridad de la noche.
El
periodista dejó la cinta sobre la mesa y se reclinó en su sillón, sintiendo el
peso de la revelación aplastándolo como a una mosca. A su alrededor, la
habitación parecía más estrecha, como si las paredes, marcadas de humedad, nicotina
y tinta, se hubiesen inclinado sutilmente hacia él. Afuera, la ciudad seguía su
curso, indiferente a la verdad que él acababa de desenterrar.
Tomó
un cigarrillo del cenicero desbordado y lo encendió con una calma ficticia. El
humo se elevó en espirales desordenadas, fundiéndose con el resplandor tenue
del televisor. En la pantalla, un presentador con sonrisa ensayada hablaba de
la estabilidad del país, de inversiones extranjeras y de un futuro prometedor.
Las palabras se sentían huecas, frágiles, como si fueran una pared de cartón
que apenas podía sostenerse en pie.
Rebobinó
la cinta y la reprodujo una y otra vez. La voz del alto funcionario sonaba aún
más nítida, más cruel en su certeza. No había titubeo ni ambigüedad, solo
órdenes directas, precisas, dichas con la confianza de quien sabe que su voz
nunca debería haber llegado a oídos no deseados.
«Que
desaparezca el caso. Que desaparezca todo.»
El
periodista apagó el cigarro con más fuerza de la necesaria y se levantó. Caminó
hasta la ventana y miró hacia la calle. La madrugada comenzaba a ceder ante la
luz opaca del amanecer. Los primeros transeúntes se movían entre sombras
alargadas, caminando con prisa, pero sin urgencia, como si el peso de la noche
aún los cubriera.
A
unos metros de su edificio, un joven anunciaba las noticias del día con una
energía que desentonaba con la apatía de la ciudad. Sostenía un periódico
arrugado en la mano y lo agitaba en el aire como si intentara despertar a los
dormidos.
—¡Impunidad
policial al descubierto! ¡Documentos filtrados revelan órdenes secretas! ¡Nuevas
pruebas confirman encubrimientos!
El
periodista frunció el ceño. Esa no era la noticia principal que él había visto
en el televisor minutos antes. Se quedó observando, apoyado en el marco de la
ventana, como si pudiera descifrar algo oculto en la forma en que el joven
alzaba la voz.
Algo
en sus palabras no encajaba con el libreto oficial.
Sin
pensarlo, tomó su chaqueta y salió.
La
calle olía a café colado y a pan recién horneado. En la esquina, el joven seguía
gritando los titulares, repitiendo las mismas frases como si intentara que las
palabras se incrustaran en la piel de los transeúntes.
El
periodista se acercó con cautela. Vio los periódicos apilados en una caja de
cartón junto a él y tomó uno sin preguntar. Lo abrió con manos firmes y lo leyó
rápidamente.
La
portada era la misma que había visto en televisión: anuncios vacíos, un titular
inofensivo sobre un evento cultural, una promesa más de progreso. Nada sobre la
policía. Nada sobre encubrimientos.
Levantó
la vista. El joven lo miraba fijamente, con una media sonrisa.
—Las
noticias cambian dependiendo de quién las lee —dijo con voz baja, como si no
quisiera que nadie más lo escuchara.
El
periodista sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
Cuando
quiso responder, el joven ya se había perdido entre la multitud. Su voz seguía
resonando en el aire, rebotando contra las fachadas grises de los edificios.
Solo quedaban sus palabras, dispersas entre los pasos apurados de la multitud y
el murmullo constante de la ciudad.
El
periodista miró a su alrededor, buscando algún rastro, algún indicio de hacia
dónde había ido, pero el flujo de la gente lo devoraba todo. Nadie más parecía
haberle prestado atención, nadie se detenía a cuestionar la verdad que acababa
de ser anunciada. Era como si aquel titular explosivo, revelador, se hubiera
diluido en la indiferencia cotidiana, en la inercia de una sociedad que había
aprendido a escuchar sin oír, a ver sin mirar.
Se
quedó inmóvil unos segundos, con el eco del titular dando vueltas en su cabeza.
Entonces, sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No era el único que había
escuchado.
Al
otro lado de la calle, junto a un semáforo parpadeante, un hombre de lentes
oscuros y chaqueta sobria encendía un cigarrillo. No miraba el periódico, ni
parecía interesado en la multitud. Pero sí en él.
El
periodista desvió la mirada y apretó los labios. Sabía lo que significaba. La
información que había salido a la luz era demasiado peligrosa. Y cuando la
verdad empieza a incomodar, las sombras comienzan a moverse.
El
día transcurrió con lentitud.
Las
horas siguientes se convirtieron en un juego silencioso de presencias y
ausencias. Al principio, era solo una sensación: la incomodidad de saberse
observado sin evidencia tangible, un reflejo fugaz en un vidrio, una silueta
inmóvil en la acera opuesta. Luego, vinieron los detalles. Un mismo auto
estacionado dos veces en distintos puntos de su trayecto. El murmullo de pasos
sincronizados con los suyos cuando doblaba una esquina.
El
periodista no se detuvo, pero su ritmo cambió. Caminaba con el mentón bajo y la
mirada alerta, deteniéndose en las vitrinas de algunas tiendas, como si quisiera
comprar algo, cuando en realidad buscaba nada más que un reflejo. Lo vio en el
brillo de una vitrina de libros viejos: otro hombre de chaqueta oscura,
observándolo desde el borde de la calle. No necesitaba confirmarlo con un
segundo vistazo. Sabía lo que era. Lo estaban siguiendo.
Cruzó
la avenida con pasos calculados, sin correr, sin cambiar demasiado su rutina. No
debía dejar que lo notaran. En el bulevar, se desvió entre vendedores
ambulantes y artistas callejeros, usó la multitud para deshacerse de su sombra.
O al menos, eso quiso creer.
Cuando
finalmente llegó a su apartamento, cerró la puerta con llave y dejó la espalda
apoyada contra la madera. Su pecho subía y bajaba con el pulso acelerado.
Caminó
hasta el sillón y se dejó caer en con el peso de quien ha cargado demasiado en
un solo día. Sus manos temblaban ligeramente mientras sacaba un cigarrillo del
bolsillo y lo encendió con el chasquido seco de su encendedor. Inhaló profundo,
sintiendo el ardor del humo llenar su pecho, y exhaló con lentitud, como si
pudiera expulsar con él la tensión acumulada en cada músculo. A un lado, una
taza de café frio que había dejado olvidada la noche anterior. La tomó sin
pensarlo y bebió un sorbo amargo y rancio que le arañaba la garganta.
Se
ajustó los lentes con un movimiento automático y cerró los ojos un instante y
suspiró. Las sombras de los hombres de la chaqueta oscura aún danzaban en los
bordes de su memoria, en el reflejo de una vitrina, en el eco de pasos que lo
acechaban. El alivio de estar dentro de su apartamento duró lo que duró su
suspiro.
No estaba a salvo. Nadie lo estaba.
Abrió los ojos de golpe, espabilándose de su letargo. No podía permitirse el lujo del miedo. Se incorporó, encendió la lámpara, enderezó los papeles sobre el escritorio y deslizó la cinta de casete entre sus dedos. No había tiempo para dudar. Si la verdad iba a salir a la luz, tenía que moverse antes de que las sombras lo alcanzaran.
El
periodista pasó las siguientes horas revisando sus archivos, su libreta de
notas, la grabación. Todo encajaba, pero aún había piezas faltantes.
Cayó
la noche y el insomnio lo empujó a salir nuevamente.
Las
calles ya no tenían el bullicio matinal. La ciudad había cambiado de rostro.
Ahora todo parecía más ajeno, más frío.
Caminó
sin rumbo hasta llegar a la esquina donde reposaba un indigente. Estaba ahí,
entre cartones y restos de periódicos viejos, murmurando para sí mismo con la
cadencia de quien habla con alguien que no está presente.
El
periodista se detuvo en un kiosco cercano, encendió otro cigarro y escuchó en
silencio.
—Escriben
lo que no pasó... borran lo que sí pasó... repiten lo mismo hasta que nadie
pregunta... —El indigente dejó escapar una carcajada áspera y luego se quedó en
silencio, como si esperara una respuesta.
El
periodista sintió que sus manos temblaban.
—¿De
qué hablas? —preguntó en voz baja.
El
indigente levantó la mirada. Sus ojos, opacos pero afilados, se clavaron en los
del periodista.
—De
la ciudad. De la memoria. De la conciencia.
El
periodista sintió el peso de esas palabras, pero no dijo nada.
El
indigente rio de nuevo, pero esta vez no había rastro de locura en su risa.
Solo certeza.
—Ellos
creen que la enterraron... pero ella nunca desaparece. Solo espera.
El
periodista sintió un escalofrío. Se dio la vuelta y caminó de regreso a su
apartamento con el corazón latiendo en su garganta.
Algo
se movía en los márgenes de la ciudad.
Algo
que no debía estar ahí.
Y ahora, él lo había visto.
El
periodista llegó a su apartamento con la respiración entrecortada. Cerró la
puerta detrás de él y pasó los seguros. Su cuerpo estaba frío y cansado, pero
su mente brillaba, como un farol en mitad de un callejón oscuro negándose a
apagarse.
La
voz del indigente resonaba en su cabeza como un eco imposible de silenciar:
"Ellos
creen que la enterraron... pero ella nunca desaparece. Solo espera."
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