Nadie pregunta mi nombre

 

Todas las noches es lo mismo.

Me paro en esta esquina rota, bajo la farola temblorosa que parpadea como si también ella quisiera desaparecer. La calle huele a orines viejos y a despojos de gente que viene, que pasa, que se va… y que nunca mira. O si miran, lo hacen como se mira un objeto roto, como se ve una silla coja tirada en la acera: con lástima o asco, pero nunca con respeto.

A veces, los más ebrios se acercan y me murmuran promesas pegajosas que se derriten en cuanto me tocan. Otros ni siquiera se molestan en hablar: se arriman, se desabrochan, usan. 

Me usan como se usa un cajón que ya no cierra, como se escupe un chicle que perdió el sabor.

Me siento sucia. No por lo que hago, sino por cómo me hacen sentir. Como si no mereciera un nombre. Como si ni siquiera mereciera un gesto de humanidad. Estoy pintada con lo poco que me queda de dignidad: los labios mal delineados, las mejillas cargadas como de payasa triste. Un rímel seco se me escurre como si mis ojos lloraran, aunque hace años que ya no me caen lágrimas.

Algunos me empujan. Otros me escupen. Uno una vez me orinó. Y cuando llovía, un perro callejero se acurrucó a mi lado solo para mear mi pierna como si fuera un poste. La gente pasaba y reía. “Pobrecita”, decían unos. “Eso le pasa por puta”, decían otros. Pero nadie se detenía. Nadie me hablaba como si yo estuviera viva.

He perdido la cuenta de cuántas noches he estado aquí. Ya no siento los pies. Mis tobillos están rígidos, duelen. Creo que ya no puedo flexionar las rodillas. Y el torso… comprimido, tenso, como si algo invisible me apretara con fuerza. Quisiera encogerme, cubrirme, protegerme. Pero no puedo. Mis brazos están estirados hacia el cielo, como en un intento absurdo de pedir auxilio, de alcanzar algo mejor… o tal vez solo como un gesto inútil que nunca entendí.

Quisiera irme. Desaparecer. Meterme en una grieta, romperme en pedazos, que nadie más me vea ni me use. No hay casa a la cual volver. No hay voz que me llame. No hay memoria que me nombre.

Intento mirarme. Verme desde afuera, como me ven ellos. Pero mi cuello no gira. No puedo. Solo alcanzo a ver sombras que pasan, indiferentes. Sombras apuradas. Sombras que vienen cuando me necesitan y se van cuando ya han tenido suficiente.

Y entonces lo siento. Bajo mis pies. Ya no hay asfalto. No hay suela. Hay piedra. Fría. Pulida. Dura.

Y todo duele. No como una herida abierta, sino como una eternidad petrificada.

Mis brazos, fijos. Mi mirada, inmóvil. Mi cuerpo… ya no es mío.

Y entonces entiendo.

Yo soy ella.

Pintarrajeada. Golpeada. Deseada. Despreciada. Usada hasta el olvido. Olvidada hasta volverse piedra. De pie. Como si todavía alguien pudiera necesitarme.

Frente a mí, una placa. De bronce. Vieja. Desgastada. Aún  brilla entre la mugre.

"Esta estatua es un homenaje a la Esperanza."


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