Corrí
La noche estaba muy fría. Era el 26 de diciembre de aquel año… Aquel año... Las luces de colores adornaban los postes de la avenida Libertador. Renos, estrellas fugaces y velas se repetían cada 100 metros, como se repetía tu recuerdo en mi cabeza.
No te podía sacar de ahí: siempre alegre con tus pantalones descuidados, tus franelas de mangas largas y una gorra azul oscura. No importaba lo que hicieras... Tú, siempre sonriente y contagioso, encendías en mí esa chispa, esa energía, esas ganas de vivir muchas vidas, de no desperdiciar ni un instante.
Se hacía muy tarde. Yo solo caminaba, iba a casa, pero no quería llegar... Solo quería caminar, caminar y caminar. Casi no había tráfico; desde la calle se escuchaba una que otra fiesta al son de La Billo's Caracas Boys y alguna gaita del Gran Coquivacoa, los Cardenales del Éxito o Maracaibo 15.
Recuerdo cuando agarrabas tu cuatro y tarareabas de oído una de esas gaitas entrañables; "Negrito fullero" era la que mejor te sabías. Yo disfrutaba mucho escucharte cantar y tocar. Sentía que viajabas, que llegabas al lugar de la canción. Saltabas de Maracaibo a Margarita, de Apure a Guayana o de Caracas a Nueva York.
El reloj de La Previsora marcaba ya pasadas las 12 de la noche. No sabía si era miércoles o domingo. No importaba. Me detuve en el Boulevard de Sabana Grande. No había mucha gente: dos señores hablaban tranquilamente en la línea de taxis, un grupo de chamos esperaban una camionetica, y un recoge latas cantaba "Pedro Navaja".
La música en español siempre fue tu favorita. Sabías un poco de todo: rock nacional, pop en español, la onda nueva de Aldemaro, el jazz de Biella Dacosta y música tradicional del país. Serenata Guayanesa, Cantamor, Tío Simón, Carlos Guevara, Tambor Urbano y muchos otros de los que solo tú sabías el nombre.
Por la calle de los hoteles, en dirección a la Libertador, pasó un carro plateado a toda velocidad. Creo que era un Aveo. Todo ocurrió en cámara lenta para mí. Ambos semáforos estaban en rojo. Los señores de la línea de taxis saltaron del susto. Lo que iba a pasar era inevitable… Una camioneta negra venía en contraflujo.
Extrañaba el calor de tus abrazos, estar tomados de las manos mientras me contabas cualquier tontería, algún dato inútil pero interesante, como que el libro “Papillón” es la historia de Henri Charrière, el dueño de El Gran Café que quedaba en la otra esquina. Eso me fascinaba; siempre tenías algo que contar.
El estruendo fue ensordecedor. Chocaron de frente: la camioneta empujó al Aveo hacia la parte baja de la avenida Libertador, mientras las luces de Navidad parpadeaban indiferentes. Los pocos que estábamos allí salimos corriendo instintivamente. Corrí como aquella noche en que te fuiste y no te pude salvar, con desesperación, como si no hubiese mañana. Corrí como intentando salvarte de nuevo, pero esta vez tampoco pude... Ante la mirada atónita de los presentes, seguí corriendo, el tiempo pareció detenerse mientras corría hacia el vacío... y ahí, finalmente, te encontré.
Corrimos juntos de la mano, y al final, ya no tuvimos que correr más. Solo tuvimos que estar... Estar juntos... Juntos para siempre.
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