Doña
María era una mujer viuda de unos setenta y tantos años, amante de la cocina y
el hogar, tanto, que hasta entonces no había quien se resistiera a su famoso
pastel de morrocoy.
Era el
mes de julio de 1997, Domingo, el primero de sus nietos, estaba pronto a
cumplir años; doña María no podía hacer otra cosa que organizarle un
almuerzo, al revisar la despensa vio que le hacían falta algunas cosas para tal
evento, así que se dispuso para ir al supermercado, pero justo al abrir la
puerta de su casa, se encontró con un hermoso cachorrito de ojos dormidos que
la miraba fijamente. Ella lo vio como si nada, le hizo la vuelta para
esquivarlo y seguir su camino. Camina que te camina, y el cachorrito… detrás.
El
supermercado quedaba a unas cuadras de su casa; había que
cruzar la calle y doblar en la esquina, llegar al kiosco de Manolo, seguir
por la acera hasta la peluquería que daba al Mercatradona,
el único supermercado del pueblo; y a todas estas, el
cachorrito… detrás.
Justo en
la puerta del local estaba un señor de ojos pardos, piel morena, cabello negro
y de un metro ochenta de alto. Él la vio y le preguntó:
—¿Ese cachorrito es suyo?
—No. —Contestó ella con
firmeza.
—Entonces
me lo llevo para mis nietos.
La abuela entró al supermercado, dio vueltas y
vueltas por los anaqueles, al parecer algo le había despojado de su
concentración y por ello al cabo de unas dos horas volvió a casa sin poder
comprar nada.
A la mañana siguiente se preparó para ir al supermercado de nuevo, pues
aún le faltaban las cosas para el gran almuerzo. Esta vez, se puso brillo en la
boca y algo de perfume, al abrir la puerta… allí estaba él, viéndola con sus
ojitos dormidos, ella lo vio... y siguió; cruzó la calle, dobló en la esquina,
siguió por la acera hasta la peluquería que daba al supermercado; y el
cachorrito… detrás.
Una sensación extraña
se apoderaba de la abuela; eso de andar
con un cachorro ajeno era bastante extraño.
—Ojalá me encontrara al
viejo ese y le devuelvo su perro. —Exclamó la abuela con un aire más
nostálgico que molesto.
Al verlo,
las maripositas de inmediato invadieron su estómago. Ahí estaba él… con su piel
morena y sus ojos pardos. Doña María lo único que pudo expresar fue una sonrisa
de quinceañera.
—¿Qué es, chica? Ya tú
estás vieja pa'la gracia —pensó.
—¿Ese cachorro es suyo? —Preguntó el señor en un tono muy cortés.
—No, y si se lo va a llevar a sus nietos, asegúrese de amarrarlo bien.
Mire que yo no estoy puesta por el gobierno para andar repartiendo perros por
ahí.
El
corazón le latía cada vez más rápido. En lo único que podía pensar era en
aquellos ojos pardos, entró al supermercado, y al igual que el día anterior,
dio vueltas y vueltas por los anaqueles sin comprar lo que le hacía falta;
nuevamente llegó a casa sin nada en las manos.
Al día
siguiente se bañó, se secó el cabello y se maquilló. Antes de salir, se
persignó y abrió la puerta para ver si sus ojitos dormidos estarían ahí. Él la
miró y ella igual, esta vez, con ánimos de complicidad, el cachorro no iba
detrás, caminaban uno al lado del otro.
En la
puerta del supermercado estaba él, con su "liqui liqui" impecable, y a diferencia de los días anteriores, el
viejo preguntó:
—¿Esta abuelita es tuya?
—No. —Respondió el
animalito.
—Entonces, me la llevo para
mí.
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