Él Me Contó un Yo Conocí
Yo conocí a un hombre que un día se me acercó y me dijo:
“Yo conocí una vaca que no había visto nunca el mar, pero le hablaron de las olas, de las playas, de las islas; oyó hablar de sus aguas, de sus peces, de los pulpos, de los calamares, los camarones y los caracoles; le dijeron de los puertos, los barcos, los veleros… Tanto le contaron que la vaca se enamoró del mar. Y tanto se enamoró que, de tan solo pensar en él, coloreaba de azul”.
Mis oídos se maravillaron al escuchar aquellas palabras, yo había escuchados historias, anécdotas, pero aquel cuento me hizo recordar a alguien muy especial, y así se lo hice saber.
Acto seguido le pregunté cómo lograba que sus cuentos fuesen tan maravillosos, a lo que el me respondió:
“los cuenteros de mi pueblo no comenzaban sus relatos con “había una vez…” o “erase una vez…” simplemente decían: “a mí me dijeron…”, Fulano me contó…” o “andan diciendo por ahí…”. Con tanta seguridad lo afirmaban que uno sentía que habían estado allí, que habían vivido, como vivían, lo sucedido.
Por eso mucho de mis cuentos comienzan por yo conocí…”
Ante aquello no me quedos más que decirle a aquel hombre que me enseñara a contar cuentos, pero con aquella sabiduría que se refleja en sus ojos y que hasta ahora nadie le ha podido discutir, me dijo:
A contar cuentos no se enseña, se aprende.
Y le pregunté: ¿entonces me puede contar como aprendió a contar cuentos?
“Una mañana, temprano, recibí una carta de un pariente recién fallecido. Me nombraba como único heredero de unas tierritas suyas. Eso de tener un pedacito de "tierra propia" entusiasma a cualquiera, y decidí irme hasta allí. Recogí mis pocas cosas en un saco y cargué con unas moneditas de oro que, con esfuerzo, tenía guardadas. Las tierritas en cuestión no eran grandes, ni pequeñas, eran como para uno. Y con una pequeña casa, además. La zona llana, con alguna que otra lomita, y algo seca. Con muchos chivos, correteando y comiendo por todos lados. Menos en mis tierritas. Allí, todo estaba bien cercado, por los chivos, supongo. Cuando llegué, casi entrando a la casa, me di cuenta de un detalle: no conocía nada de tierras, de cultivos, de cosechas. Comencé a entristecerme. En eso, se acercó un campesino, a conocerme, y se ofreció para ayudarme.
-¿Son buenas estas tierras? - le pregunté.
-A ver, déjame averiguarlo - me respondió, mientras recogía un pequeño puñado de ella, lo amasaba entre los dedos y la palma de la mano, lo acercaba a su nariz y lo olía, como saboreándolo.
-No sólo buena -agregó enseguida - ¡Muy buena! ¡La mejor de estos lados!
-No sólo buena -agregó enseguida - ¡Muy buena! ¡La mejor de estos lados!
-¿Qué sembrarías en ella?
Olfateó de nuevo el pequeño puñado de tierra, que aún tenía en la mano.
-Maíz. Si nos ponemos de acuerdo, te ayudo en lo que necesites.
-¿Qué me propones?
-Si tú consigues la semilla... hasta te puedo acompañar a elegirla... te enseño a sembrarla. Eso sí, vamos a mitad con lo que se coseche.
El trato me pareció bueno. Y, comenzamos a cumplirlo. No voy a decir que no me cansé. Mucho. Buscando las semillas. Aprendiendo a sembrar. A traer agua del arroyo para regar lo sembrado. A esperar que nacieran las plantas. A verlas crecer. A cuidarlas de los chivos. Todo los días, de seis de la mañana a seis de la tarde, o más. Pero, ¡cuántas emociones!: desde el entregar a la tierra las semillas, pasando por ver a las primeras hojitas que se abrían hacia el cielo, como boquitas pidiendo vida, hasta llegar a las mazorquitas que aparecían y, día a día, se iban haciendo grandes, más grandes, y comenzaban a granar.
Un día, estando en la cocina, preparando mi almuerzo, veo unos pájaros negros revoloteando. Empiezan a posarse en el maizal. Eran unos tordos o cuervos. No lo sé bien, conozco poco de pájaros. Noté que comenzaron a picotear las mazorcas, a destrozarlas, comiéndolas. Con una escoba salí a espantarlos pero, apenas regresaba a la casa, ellos volvían a ensañarse con el maizal.
Corrí a la casa del campesino a contárselo, y él me dijo:
-Lo que pasa, es que eso ya está hecho.
No sabía qué era lo que quería decirme. Supuse que tenía relación con que había que cosechar todo.
Así era. Y así lo hicimos.
Así era. Y así lo hicimos.
Nos dio cien sacos para cada uno. Le entregué los cien acordados al campesino y guardé los míos en la casa. Varios en la cocina.
Recomienzo con el almuerzo que estaba preparando, de lo más contento. De pronto, escucho unos golpecitos en la ventana. Miro: hay uno de esos cuervos o tordos, llamándome. Abro la ventana y el animalito que me dice:
-Mira, ¿cómo es la cosa? ¿Cómo es que tú nos sacas la comida de nuestros hijos? ¡Bien molestos que estamos!
No voy a decir que no me asustó que un pájaro, que no era un loro, me hablara. Pero tampoco iba a demostrárselo. Firme, le respondí:
-¡Y, todavía, me protestas! ¡Vaya abuso! Con el entusiasmo que sembré, el esfuerzo que me costó, el tiempo que esperé...
-Mira - me cortó el pájaro - vamos a dejarnos de parloteos, porque yo no vine a discutir esto contigo. Te propongo un trato.
-¡Habla!
-Si yo te cuento un cuento: ¿Tú, me regalas una mazorquita?
-Si yo te cuento un cuento: ¿Tú, me regalas una mazorquita?
El pajarraco como que sabía que a mí me gustaban los cuentos... El cuento fue bueno, en verdad. Le entregué su mazorca y se fue.
Sigo cocinando... y de nuevo los golpes en la ventana. Me doy vuelta y otro de esos pájaros. No sé cómo me di cuenta que era otro. Pero, era. Te lo aseguro.
Le abro, y el animalito que me comenta:
-El compadre me dijo que si uno te cuanta un cuento, tú, le regalas una mazorquita a uno.
-Pero, ¿será bueno tu cuento?
-Tú sabes que nosotros podemos dar la vuelta al mundo, y nos
Aprendemos muchos cuentos. Te prometo más que uno bueno: ¡uno buenísimo!
Aprendemos muchos cuentos. Te prometo más que uno bueno: ¡uno buenísimo!
Te aseguro que así fue: un cuento excelente. Le regalé dos mazorcas.
Claro, a partir de aquí comenzó la cosa: pájaro negro que venía, cuento que me echaba, mazorca que se iba; pájaro negro que venía, cuento que me echaba, mazorca que se iba; pájaro negro que venía... Cuando quise acordar, no me quedaba ni una. Ni para remedio.
Me fui a buscar, debajo de la cama, el cofrecito donde había guardado las moneditas de oro, las pocas que me habían sobrado de la compra de las semillas de maíz. No me daban para mucho. Pensé que podía pagarle a alguien para que me acercara hasta un palacio, pero no conocía a nadie. Resolví irme donde viviera algún familiar. Recordé que, por una zona cercana, había una mujer amiga de nuestra familia. Pensé que debía comenzar por ahí, e irme hasta su casa.
Decidí que llegaría próximo al mediodía: con el entusiasmo de vernos, la conversación, los recuerdos compartidos, me invitaría a almorzar.
Decidí que llegaría próximo al mediodía: con el entusiasmo de vernos, la conversación, los recuerdos compartidos, me invitaría a almorzar.
Pero, conversación iba, conversación venía y nada que me dijera de comer. ¡Y tenía unas ganas! No aguanté más:
-Mujer, ¿si yo te cuento un cuento, tú me darías un plato de comida?
Como que a ella, eso de los cuentos, también le gustaba. Con los ojos abiertos como el dos de oro, me respondió:
-Almuerzo completo y postre. Si el cuento es bueno, por supuesto.
Elegí uno de los mejores, de los que me contaron los pájaros.
Emocionado, al terminar, luego de recibir mi abundante almuerzo, me di cuenta que podía sacarle provecho a esos de los cuentos.
Para la noche, recomendado por ella, me llegué a la casa de un familiar de la mujer. En los días siguientes, a casa de familiares y amigos de ellos. Así me fui convirtiendo en un cuentacuentos: compartía una historia, una leyenda, una anécdota, un cuento y recibía, a cambio, un dulce, un objeto de valor, un bastón, una muñeca de trapo, otro cuento...
¡Ah!... Hablando de eso: ¿qué me vas a dar a cambio de los cuentos que acabo de narrarte?
Bueno, aparte de un fuerte aplauso, quiero contarte un cuento, pero eso si, dame un chance, porque primero tengo que aprender a contar como tú.
Te la pongo fácil, me dijo aquel hombre, ¡toma! Y me entrego un pequeño libro azul de pequeñas historias, que parecía estar, incluso, dibujado por él.
Al cabo de una semana lo vi de nuevo, y sin pensarlo dos veces me le acerque y le dije:
“Yo conocí un río que no tenía orillas: era enorme como una laguna. Un día quiso cambiar. Quiso ser otra cosa. Se pasó por el ojo de una aguja y se hizo finito, finito. Finito como un hilo de agua. Un hilo de agua azul y húmedo que sirvió para hacerle un traje a la lluvia.”
“yo conocí un caballo que bebió tanta agua de aquel río que, cuando nos miraba, en sus ojos, veíamos nadar a los pececitos”.
Una sonrisa se dibujaba en aquel rostro, él sabía algo de mí que ni yo, en el más profundo de mis sueños, habría logrado imaginar.
Me invitó a ir con él, a iniciar un viaje de maravillosos colores, donde el mundo puede estar al revés, donde en el cielo se dibujan rayas de tizas de colores, donde los castillos cambian de color, a conocer al mejor rey de todos los reyes, donde hasta Clotildeana me tuvo que rescatar de un dragón, fui y conocí a Víctor, a Clarisa, a Sebastián, a Juan y su pulga Juanita, a Laura Aquilina y al ogro miniatura, a tantos personajes y sus historias y a las historias de los personajes de esas historias.
Y hoy te cuanto a ti, esperando a que me cuentes a quien conociste tú.
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