En aquel verano, la princesa Elena, embajadora de su reino, disfrutaba a diario de las aguas cristalinas del Caribe colombiano. Durante su estadía en esas misteriosas tierras, había escuchado la vieja leyenda de las sirenas de la Guajira, criaturas hermosas que, desde la distancia, solían juguetear con quienes tuviesen un corazón verdaderamente puro. Cada tarde, la princesa salía a recorrer el malecón de la ciudad con su catalejo en mano, deseando poder ver, al menos, una sirena; pues ella estaba segura de tener un gran corazón, y eso lo aseguraban todos los que la conocían. Una desafortunada tarde, una gran ola arrastró a Elena en la playa, llevándose su amado catalejo a lo profundo del mar. Triste y desanimada, Elena regresó a su palacio, pensando que ya no podría ver a las sirenas. Pero a la mañana siguiente, ¡oh sorpresa!, en la puerta de sus aposentos, en una reluciente concha de nácar repleta de perlas de todos colores, estaba su amado catalejo, acompañado de una no