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Nadie pregunta mi nombre

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  Todas las noches es lo mismo. Me paro en esta esquina rota, bajo la farola temblorosa que parpadea como si también ella quisiera desaparecer. La calle huele a orines viejos y a despojos de gente que viene, que pasa, que se va… y que nunca mira. O si miran, lo hacen como se mira un objeto roto, como se ve una silla coja tirada en la acera: con lástima o asco, pero nunca con respeto. A veces, los más ebrios se acercan y me murmuran promesas pegajosas que se derriten en cuanto me tocan. Otros ni siquiera se molestan en hablar: se arriman, se desabrochan, usan.  Me usan como se usa un cajón que ya no cierra, como se escupe un chicle que perdió el sabor. Me siento sucia. No por lo que hago, sino por cómo me hacen sentir. Como si no mereciera un nombre. Como si ni siquiera mereciera un gesto de humanidad. Estoy pintada con lo poco que me queda de dignidad: los labios mal delineados, las mejillas cargadas como de payasa triste. Un rímel seco se me escurre como si mis ojos lloraran,...

La Persecución

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  En el corazón de la ciudad, cuando el bullicio diurno comienza a menguar, se alza un modesto apartamento olvidado por el tiempo. La luz se filtra a través de una ventana apenas entreabierta, revelando el caos ordenado de recortes amarillentos, cafés fríos, colillas de cigarros y retazos de historias impresas. Este refugio de papel y memoria se convierte en el santuario donde un periodista solitario se sumerge en la penumbra de la noche. Rodeado de su vieja máquina de escribir y un pequeño televisor que murmura noticias de un mundo que se rehúsa a ser descubierto, él traza líneas en el papel con una determinación casi obsesiva. Cada palabra se transforma en un grito silencioso contra una corrupción que, como un veneno, corroe el alma de la ciudad. En ese espacio íntimo, las paredes, marcadas por años de tinta y humo, guardan secretos en cada grieta, como si la misma conciencia se hubiese refugiado en esos pliegues para no ser olvidada. La transición hacia lo profundo no solo se si...

La última vez que la vi

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Durante el día, la ciudad juega a ser impecable. Sus edificios de cristal reflejan el sol como espejos bien pulidos, ocultando las grietas que se esconden tras sus muros. Los pasos apresurados de oficinistas resuenan en las aceras con un compás meticuloso, mientras los empresarios emergen de sus máquinas blindadas con la seguridad de quien nunca ha mirado hacia abajo. Algún artista de televisión se desliza entre la multitud, ajustándose los lentes oscuros, disfrazado de anonimato, como si pudiera escapar de su propio reflejo. Pero cuando el sol se rinde y la luz se apaga, la ciudad se desviste. Las sombras se alargan y todo lo que antes se ocultaba, cobra vida. Los taxis deambulan en busca de almas errantes, los autobuses avanzan como fantasmas con sus asientos casi vacíos, y en cada esquina, las figuras de la noche emergen bajo la luz parpadeante de los faroles. Prostitutas apoyadas en los postes, transexuales ajustando sus atuendos en los retrovisores de los autos, proxenetas vigilan...

La última puerta cerrada

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  Javier

Encuentro en Alejandría

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El testigo de la noche

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La primera vez que los vi fue en una tasca de la avenida Solano. Ella era muy elegante, con zapatos de tacón alto y una cabellera abundante, peinada a la moda de la época. Llevaba labial rojo y fumaba un cigarrillo delgado con aroma a chocolate. Él, por su parte, era un galán encantador, vestido con un traje de diseñador y zapatos costosos. Su peinado encopetado y el reloj llamativo completaban su look, junto con las yuntas en combinación. Las noches en la tasca estaban colmadas de humo de cigarrillo y tabaco, luces tenues, música de ambiente y mucha algarabía. Hombres solteros o despechados se reunían en la barra, mientras empresarios y ejecutivos ocupaban otras mesas. Alguno que otro casanova acechaba. Yo, como siempre, llevaba una camisa blanca de manga larga abierta hasta el tercer botón, un saco de combinación, un bluyín, un par de mocasines algo desgastados y mis lentes oscuros. Solitario en mi mesa, observaba el ambiente. Su bebida favorit...

Las sirenas de la Guajira

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              En aquel verano, la princesa Elena, embajadora de su reino, disfrutaba a diario de las aguas cristalinas del Caribe colombiano. Durante su estadía en esas misteriosas tierras, había escuchado la vieja leyenda de las sirenas de la Guajira, criaturas hermosas que, desde la distancia, solían juguetear con quienes tuviesen un corazón verdaderamente puro. Cada tarde, la princesa salía a recorrer el malecón de la ciudad con su catalejo en mano, deseando poder ver, al menos, una sirena; pues ella estaba segura de tener un gran corazón, y eso lo aseguraban todos los que la conocían. Una desafortunada tarde, una gran ola arrastró a Elena en la playa, llevándose su amado catalejo a lo profundo del mar. Triste y desanimada, Elena regresó a su palacio, pensando que ya no podría ver a las sirenas. Pero a la mañana siguiente, ¡oh sorpresa!, en la puerta de sus aposentos, en una reluciente concha de nácar repleta de perlas de todos colores, estaba ...