Nadie pregunta mi nombre

Todas las noches es lo mismo. Me paro en esta esquina rota, bajo la farola temblorosa que parpadea como si también ella quisiera desaparecer. La calle huele a orines viejos y a despojos de gente que viene, que pasa, que se va… y que nunca mira. O si miran, lo hacen como se mira un objeto roto, como se ve una silla coja tirada en la acera: con lástima o asco, pero nunca con respeto. A veces, los más ebrios se acercan y me murmuran promesas pegajosas que se derriten en cuanto me tocan. Otros ni siquiera se molestan en hablar: se arriman, se desabrochan, usan. Me usan como se usa un cajón que ya no cierra, como se escupe un chicle que perdió el sabor. Me siento sucia. No por lo que hago, sino por cómo me hacen sentir. Como si no mereciera un nombre. Como si ni siquiera mereciera un gesto de humanidad. Estoy pintada con lo poco que me queda de dignidad: los labios mal delineados, las mejillas cargadas como de payasa triste. Un rímel seco se me escurre como si mis ojos lloraran,...